UNA ASIGNATURA PENDIENTE
Inevitablemente, el estudio y comprensión de los episodios y procesos históricos se realiza desde el presente. Esta evidencia lleva aparejada la problemática que supone analizar el pasado desde perspectivas y planteamientos actuales.
Las lecturas y relecturas que constantemente se realizan de la Historia, con frecuencia, pecan de este problema, y se analizan sucesos, personajes y pensamientos históricos desde puntos de vista y escalas de valores modernos. Se entra así, en el problema de la objetividad y la subjetividad en el estudio de la Historia.
La obra de todo historiador contiene elementos subjetivos e irremediablemente está sujeta a las influencias del tiempo y del lugar en los que se desarrolla. La objetividad absoluta en las investigaciones historiográficas es imposible, pues supondría una abstracción irreal e intemporal. El estudio de la Historia requiere un proceso de selección, ordenamiento e interpretación por parte del investigador o investigadora de los hechos ocurridos en el pasado. Es aquí donde reside el problema porque muchas veces el historiador (consciente o inconscientemente) parte de posicionamientos ideológicos o prejuicios personales, que provocan una visión distorsionada y contaminada del pasado.
Gran parte de la Historia escrita está conferida como una especie de propaganda política al servicio de unos u otros intereses. Se trata de una forma de hacer Historia que conlleva una constante reinterpretación de la misma, ajustándola a los postulados o intereses de turno. Por ello, es frecuente encontrar un mismo episodio histórico interpretado desde planteamientos totalmente antagónicos, y por tanto, utilizado para justificar posturas o ideas totalmente contradictorias. La Historia de España que hoy se estudia en los colegios no tiene nada que ver con la que estudiaron nuestros abuelos, sin embargo, muchos de los hechos y personajes históricos tratados son los mismos.
Es evidente que la Historia no tiene una sola lectura, pero debemos de ser muy conscientes de que muchas de las que se realizan contienen una buena dosis de manipulación, ideologización y falseamiento. Por ello, lo más conveniente es no quedarse limitado a una sola interpretación del pasado (la que más nos gusta), sino acercarnos al mayor número de ellas para poder contar con una perspectiva lo más amplia posible.
Ningún acontecimiento histórico de importancia es resultado de una sola causa. El proceso histórico es un continuo causa-efecto, acción-reacción, no siempre fácil de entender ni precisar. Aquí surge otro problema: a la hora de entender un suceso histórico concreto deberemos de buscar sus causas y analizar sus consecuencias, pero precisar las causas y las consecuencias de los episodios históricos, no resulta tan fácil como a priori podríamos suponer. Por ejemplo: ¿Cuál fue la causa que desencadenó la guerra civil española? Unos dirán que fue el alzamiento militar del 18 de julio, otros lo situarán en el triunfo electoral del Frente Popular, o en el asesinato de Calvo Sotelo, o en la revolución de Asturias del 34, etc., etc., etc.
Parece lógico pensar que debemos de hablar de múltiples causas y consecuencias y aquí es donde surge un nuevo problema, porque dependiendo de la subjetividad del historiador de turno, surgirán unas u otras interpretaciones de los diferentes procesos históricos, poniendo el acento en unas causas y presentando unas consecuencias diferentes de las que presentarán otros. A la hora de investigar el historiador se ve obligado a escoger entre la multitud de datos que conoce, o que podría llegar a conocer, escogiendo aquellos que considera importantes o útiles para construir su interpretación del episodio o proceso histórico que está estudiando. El riesgo está en este proceso de selección porque, consciente o inconscientemente, puede falsear la realidad. No se trata sólo de que mentiras históricas nos cuentan, que también, sino de que verdades nos ocultan.
La selección de unos datos o fuentes en detrimento de otras, supone una interpretación de la Historia en la que, sin necesidad específica de mentir, se puede estar presentando una verdad a medias. Cualquier episodio o personaje histórico puede revestirse de una especial grandiosidad si solo nos fijamos en sus aspectos positivos, y al contrario si lo hacemos en los aspectos negativos. En la Historia hay argumentos suficientes para justificar cualquier postura.
La Historia es así, no está sujeta a una única interpretación, a una verdad fija e inamovible. Por el contrario, está (o debería de estar) en una constante revisión, reinterpretándose en base a nuevos datos, documentos, fuentes, etc. Las múltiples y diferentes interpretaciones de la Historia no son algo nuevo, desde siempre han estado ahí, enriqueciéndola y dotándola de libertad.
Lo que resulta más problemático es la frecuente ideologización y politización (muchas veces sutil) de la Historia. Existe toda una legión de creadores de opinión que de manera cotidiana desarrollan un discurso interesado y condicionado a sus intereses de grupo. Basándose en falsedades, invenciones y verdades a medias, construyen una visión monolítica de la Historia que contamina y dificulta un conocimiento serio, constructivo y sosegado de la misma.
Yo creo que si de algo sirve la Historia es, principalmente, para comprender el presente en el que nos encontramos. Por ello debemos de huir de las verdades absolutas, los dogmatismos y fundamentalismos de uno u otro signo con el que frecuentemente nos encontramos todos y todas las que nos acercamos al conocimiento histórico.
Comprender los procesos históricos (pasado, presente y futuro) es una labor trabajosa y siempre incompleta. El estudio de la Historia debería de tener como meta, no el crear mentalidades y opiniones, sino el dar a conocer el pasado y explicarlo para hacer inteligible el presente y facilitar la construcción racional del futuro. Esa es su importancia y responsabilidad en la sociedad.
Estas cuestiones, propias de cualquier estudio historiográfico, se hacen aun más evidentes y manifiestas cuando se trata la guerra civil española. A pesar del tiempo transcurrido, el tema sigue levantando pasiones, estirando tensiones y generando serios apasionamientos.
Inevitablemente, el estudio y comprensión de los episodios y procesos históricos se realiza desde el presente. Esta evidencia lleva aparejada la problemática que supone analizar el pasado desde perspectivas y planteamientos actuales.
Las lecturas y relecturas que constantemente se realizan de la Historia, con frecuencia, pecan de este problema, y se analizan sucesos, personajes y pensamientos históricos desde puntos de vista y escalas de valores modernos. Se entra así, en el problema de la objetividad y la subjetividad en el estudio de la Historia.
La obra de todo historiador contiene elementos subjetivos e irremediablemente está sujeta a las influencias del tiempo y del lugar en los que se desarrolla. La objetividad absoluta en las investigaciones historiográficas es imposible, pues supondría una abstracción irreal e intemporal. El estudio de la Historia requiere un proceso de selección, ordenamiento e interpretación por parte del investigador o investigadora de los hechos ocurridos en el pasado. Es aquí donde reside el problema porque muchas veces el historiador (consciente o inconscientemente) parte de posicionamientos ideológicos o prejuicios personales, que provocan una visión distorsionada y contaminada del pasado.
Gran parte de la Historia escrita está conferida como una especie de propaganda política al servicio de unos u otros intereses. Se trata de una forma de hacer Historia que conlleva una constante reinterpretación de la misma, ajustándola a los postulados o intereses de turno. Por ello, es frecuente encontrar un mismo episodio histórico interpretado desde planteamientos totalmente antagónicos, y por tanto, utilizado para justificar posturas o ideas totalmente contradictorias. La Historia de España que hoy se estudia en los colegios no tiene nada que ver con la que estudiaron nuestros abuelos, sin embargo, muchos de los hechos y personajes históricos tratados son los mismos.
Es evidente que la Historia no tiene una sola lectura, pero debemos de ser muy conscientes de que muchas de las que se realizan contienen una buena dosis de manipulación, ideologización y falseamiento. Por ello, lo más conveniente es no quedarse limitado a una sola interpretación del pasado (la que más nos gusta), sino acercarnos al mayor número de ellas para poder contar con una perspectiva lo más amplia posible.
Ningún acontecimiento histórico de importancia es resultado de una sola causa. El proceso histórico es un continuo causa-efecto, acción-reacción, no siempre fácil de entender ni precisar. Aquí surge otro problema: a la hora de entender un suceso histórico concreto deberemos de buscar sus causas y analizar sus consecuencias, pero precisar las causas y las consecuencias de los episodios históricos, no resulta tan fácil como a priori podríamos suponer. Por ejemplo: ¿Cuál fue la causa que desencadenó la guerra civil española? Unos dirán que fue el alzamiento militar del 18 de julio, otros lo situarán en el triunfo electoral del Frente Popular, o en el asesinato de Calvo Sotelo, o en la revolución de Asturias del 34, etc., etc., etc.
Parece lógico pensar que debemos de hablar de múltiples causas y consecuencias y aquí es donde surge un nuevo problema, porque dependiendo de la subjetividad del historiador de turno, surgirán unas u otras interpretaciones de los diferentes procesos históricos, poniendo el acento en unas causas y presentando unas consecuencias diferentes de las que presentarán otros. A la hora de investigar el historiador se ve obligado a escoger entre la multitud de datos que conoce, o que podría llegar a conocer, escogiendo aquellos que considera importantes o útiles para construir su interpretación del episodio o proceso histórico que está estudiando. El riesgo está en este proceso de selección porque, consciente o inconscientemente, puede falsear la realidad. No se trata sólo de que mentiras históricas nos cuentan, que también, sino de que verdades nos ocultan.
La selección de unos datos o fuentes en detrimento de otras, supone una interpretación de la Historia en la que, sin necesidad específica de mentir, se puede estar presentando una verdad a medias. Cualquier episodio o personaje histórico puede revestirse de una especial grandiosidad si solo nos fijamos en sus aspectos positivos, y al contrario si lo hacemos en los aspectos negativos. En la Historia hay argumentos suficientes para justificar cualquier postura.
La Historia es así, no está sujeta a una única interpretación, a una verdad fija e inamovible. Por el contrario, está (o debería de estar) en una constante revisión, reinterpretándose en base a nuevos datos, documentos, fuentes, etc. Las múltiples y diferentes interpretaciones de la Historia no son algo nuevo, desde siempre han estado ahí, enriqueciéndola y dotándola de libertad.
Lo que resulta más problemático es la frecuente ideologización y politización (muchas veces sutil) de la Historia. Existe toda una legión de creadores de opinión que de manera cotidiana desarrollan un discurso interesado y condicionado a sus intereses de grupo. Basándose en falsedades, invenciones y verdades a medias, construyen una visión monolítica de la Historia que contamina y dificulta un conocimiento serio, constructivo y sosegado de la misma.
Yo creo que si de algo sirve la Historia es, principalmente, para comprender el presente en el que nos encontramos. Por ello debemos de huir de las verdades absolutas, los dogmatismos y fundamentalismos de uno u otro signo con el que frecuentemente nos encontramos todos y todas las que nos acercamos al conocimiento histórico.
Comprender los procesos históricos (pasado, presente y futuro) es una labor trabajosa y siempre incompleta. El estudio de la Historia debería de tener como meta, no el crear mentalidades y opiniones, sino el dar a conocer el pasado y explicarlo para hacer inteligible el presente y facilitar la construcción racional del futuro. Esa es su importancia y responsabilidad en la sociedad.
Estas cuestiones, propias de cualquier estudio historiográfico, se hacen aun más evidentes y manifiestas cuando se trata la guerra civil española. A pesar del tiempo transcurrido, el tema sigue levantando pasiones, estirando tensiones y generando serios apasionamientos.
Es esta una cuenta pendiente que demuestra la enorme incapacidad e inmadurez que en este país tenemos para enfrentarnos a nuestro pasado, un pasado, como en este caso, no tan lejano. En estos tiempos que corren, en los que tanto se habla de memoria histórica (no deja de ser, cuando menos sospechoso, que hasta la memoria tenga que ser legislada), y en los que unos y otros agitan las mismas banderas y gritan las mismas consignas que tantos y graves problemas han creado a lo largo de nuestra Historia, se hace necesario fomentar y desarrollar un espíritu crítico por encima de partidismos e intereses de grupo que sólo buscan mantenerse o hacerse con el poder a toda costa, y que para ello, desarrollan un comportamiento irresponsable y siguen fomentando un borreguismo, una alienación, una pasividad social y un pensamiento único que puede beneficiar mucho a sus intereses particulares, pero poco a los intereses generales.
Y para ello hay que mirar al pasado de frente, saber de donde venimos, el coste que ha supuesto llegar hasta donde nos encontramos y mantener una postura consciente y activa con la realidad que nos rodea, que nos influye, nos condiciona y de la que irremediablemente formamos parte.
Es aquí donde los historiadores y las historiadoras, sus trabajos e investigaciones, las universidades y de más foros y ámbitos de estudio, pueden y deben hacer mucho. Por que es éste el verdadero sentido del estudio de la Historia (de la más cercana y actual a la más antigua y alejada en el tiempo), constituir una autentica herramienta que sirva de utilidad a las diferentes sociedades, a la sociedad en su conjunto, y no ser un mero instrumento creador de opiniones y mentalidades al servicio de tal o cual grupo; falto de libertad; que se autocensura; más pendiente de decir lo políticamente correcto y de no perder su puesto en un pobre y, en ocasiones, patético escalafón, que de pasar a un activismo, a un autentico compromiso con el presente que vivimos y con el pasado del que venimos, para ir poniendo las bases que permitan construir un futuro aceptable y positivo para todos y todas.
Entender cómo una sociedad puede llegar a enfrentarse en una cruenta guerra civil de tres años, requiere análisis, reflexiones y estudios serios y responsables. No vale reducirlo todo a un discurso de buenos y malos, de mejores y peores. Tampoco sirve el relativismo simple y facilón de “todos fueron iguales”. La guerra civil fue el desenlace final de un complicado proceso político, económico y social que sufrió España durante décadas. Un proceso que puede y debe ser analizado desde múltiples perspectivas.
En poco más de un siglo (desde la muerte de Fernando VII en septiembre de 1833, hasta julio de 1936), se produjeron en España: 11 cambios de régimen, 3 destronamientos de reyes, 4 atentados contra monarcas, 2 destierros de regentes, 2 Repúblicas (la primera de once meses, con 4 presidentes), 2 dictaduras, 8 Constituciones, 109 Gobiernos (uno cada once meses) y 4 Presidentes del Consejo de Ministros asesinados.
El siglo XIX supuso para España la completa pérdida del Imperio, cinco guerras civiles, cuarenta pronunciamientos liberales y cuatro absolutistas, decenas de regímenes provisionales y un número de alzamientos y revoluciones muy próximo a los dos mil, además de la primera guerra de Marruecos (1859-1860) y una humillante derrota militar contra EEUU, que supuso el colofón para que en las esferas internacionales España fuera vista como una vieja potencia derrotada y en decadencia.
Con la excusa de recuperar su prestigio perdido (aunque las causas reales fueron los intereses económicos de ciertos grupos de poder, con el rey Alfonso XIII a la cabeza) el país se introdujo en una nueva aventura colonial, esta vez en el norte de África. Mientras España, literalmente se desangraba en la guerra del Rif (1909-1926), en el interior las tensiones sociales, políticas y económicas sumían al país en un estado de crisis permanente. Las oligarquías y élites tradicionales, a las que se había sumado una nueva y pujante alta burguesía, no estaban dispuestas a ceder el más mínimo de sus privilegios. A la par, surgía un movimiento obrero fuerte y organizado que, de la mano del anarquismo, se convertiría en el sindicalismo más activo y combativo de toda Europa. La patronal y autoridades respondieron a las huelgas con una represión salvaje y con lo que se conoció como pistolerismo (léase terrorismo de Estado, al que los anarcosindicalistas respondieron con la misma moneda), que causó cerca de 300 muertos en apenas dos años (algunos días, los muertos no cabían en los depósitos de cadáveres).
Los datos son esclarecedores. En 1931, año en el que se proclama la Segunda República, la mitad de la población española (España tenía entonces 24 millones de habitantes) era analfabeta, y existían 8 millones de pobres. La mitad de la riqueza del país estaba concentrada en las manos de 20.000 personas. En el campo existían 2 millones de campesinos sin tierras, mientras provincias enteras pertenecían a una sola familia.
La Iglesia contaba con un enorme peso y poder en la sociedad española. Una Iglesia que durante generaciones había ido forjando una imagen de enemiga de clase para importantes sectores de la población. Al comienzo de la década de 1930, existían en España 20.000 frailes, 31.000 curas, 60.000 monjas y más de 5.000 conventos. El patrimonio del clero era incalculable.
La institución militar, tras siglos de un gran protagonismo en la sociedad española, pasó a sufrir un desprestigio cada vez más latente. Tras la perdida de las últimas colonias y el final de las campañas en África desapareció la amenaza de un enemigo exterior, y por tanto, el mantenimiento de la estructura militar se volvió problemática y conflictiva. El Ejército contaba con 15.000 oficiales, de los cuales, 800 eran generales (1 oficial por cada 6 hombres y 1 general por cada 100 soldados). Un Ejército anticuado y obsoleto, una superestructura costosa de mantener que veía perder a marchas forzadas su prestigio e influencia en la política española. En su seno pronto surgieron las divisiones, unas divisiones que eran fiel reflejo de las tensiones que sacudían al país.
Los radicalismos se extendieron por toda la geografía nacional. España entró en una imparable polarización que, cada vez más, obstaculizaba un posible entendimiento entre las diferentes posturas. La violencia se convirtió en un método cotidiano para resolver diferencias, y la sangre siguió corriendo como preludio de la enorme hecatombe hacia la que se dirigían los españoles.
Por si todo esto no era suficiente, el panorama internacional vino a complicar aun más las cosas. Las potencias europeas, incapaces de solucionar sus disputas de una forma pacífica o diplomática, se vieron inmersas en una guerra como nunca antes se había visto: la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuyas consecuencias dejarían el campo abonado para una contienda de proporciones apocalípticas (la Segunda Guerra Mundial, 1939-1945). El triunfo de la Revolución Rusa (1917) dejó claro el riesgo que el socialismo (en sus múltiples familias) suponía para los regímenes capitalistas occidentales. La crisis económica que estalló en 1929 destapó todas las contradicciones y tensiones internacionales. La lucha de clases adquirió niveles peligrosos y como contrapartida se produjo el ascenso de los fascismos, que convirtieron en regímenes totalitarios a importantes países europeos. En Europa, una vez más, sonaban tambores de guerra y las potencias comenzaron a dividirse en bloques.
Mientras, en España las pasiones se desatan. La conflictividad social y política se hace endémica y la convivencia resulta cada vez más complicada. Los dirigentes políticos de uno y otro signo, una vez más, demuestran una enorme irresponsabilidad, echando leña a un fuego cada vez más intenso e incontrolado.
La “gimnasia revolucionaria” de los libertarios, la “dialéctica de los puños y las pistolas” de los falangistas, la verborrea radical de los socialistas, el dogmatismo político de los comunistas, las reformas decepcionantes e insuficientes de los republicanos, el fundamentalismo religioso de la Iglesia, el reaccionismo estéril de las derechas, los militares “salvapatrias”, la brutalidad represiva de las Fuerzas de Seguridad, el discurso hostil de la prensa…
Todo ello sumado al uso de la violencia por los unos y por los otros, a la existencia de más de 30.000 presos políticos en las cárceles, a importantes episodios revolucionarios e insurrecciónales por toda España, y a un rosario interminable de muertos, arrastró a España a un callejón sin salida en el que las diferencias acabaron resolviéndose en una guerra abierta. Una guerra civil que sumió al país en la mayor tragedia de su Historia reciente. Una tragedia cuyas consecuencias, terminada la contienda, habrían de sufrirse aun durante cuarenta años. Cuarenta años de división, de represión, de miedo. Una ruptura profunda cuyos ecos aun resuenan en el presente.
Resulta paradójico que en el Artículo 6 de la Constitución de la República Española de 1931 podamos leer: “España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional”. Es una pena que estas buenas intenciones, como tantas veces ha sucedido a lo largo de nuestra Historia, quedase en papel mojado y, apenas cinco años después, la guerra campara a sus anchas por todo el país con sus desastres y desgracias.
Ser capaces de entender ese pasado reciente del que venimos, asumirlo, sacar conclusiones, adoptar decisiones y posturas valientes, sinceras y constructivas respecto a él, es una asignatura pendiente que todavía no hemos sido capaces de superar. Políticos, investigadores, periodistas y de más creadores de opinión, salvo honrosas excepciones, siguen demostrando una irresponsabilidad, cuando no una maliciosa ignorancia, que resulta triste e insultante.
Las páginas de la Historia están ahí para ser leídas, aunque algunas de sus páginas resulten molestas y desagradables. Sólo entonces podremos empezar a pensar en pasar hoja.
JAVIER M. CALVO MARTÍNEZ
En poco más de un siglo (desde la muerte de Fernando VII en septiembre de 1833, hasta julio de 1936), se produjeron en España: 11 cambios de régimen, 3 destronamientos de reyes, 4 atentados contra monarcas, 2 destierros de regentes, 2 Repúblicas (la primera de once meses, con 4 presidentes), 2 dictaduras, 8 Constituciones, 109 Gobiernos (uno cada once meses) y 4 Presidentes del Consejo de Ministros asesinados.
El siglo XIX supuso para España la completa pérdida del Imperio, cinco guerras civiles, cuarenta pronunciamientos liberales y cuatro absolutistas, decenas de regímenes provisionales y un número de alzamientos y revoluciones muy próximo a los dos mil, además de la primera guerra de Marruecos (1859-1860) y una humillante derrota militar contra EEUU, que supuso el colofón para que en las esferas internacionales España fuera vista como una vieja potencia derrotada y en decadencia.
Con la excusa de recuperar su prestigio perdido (aunque las causas reales fueron los intereses económicos de ciertos grupos de poder, con el rey Alfonso XIII a la cabeza) el país se introdujo en una nueva aventura colonial, esta vez en el norte de África. Mientras España, literalmente se desangraba en la guerra del Rif (1909-1926), en el interior las tensiones sociales, políticas y económicas sumían al país en un estado de crisis permanente. Las oligarquías y élites tradicionales, a las que se había sumado una nueva y pujante alta burguesía, no estaban dispuestas a ceder el más mínimo de sus privilegios. A la par, surgía un movimiento obrero fuerte y organizado que, de la mano del anarquismo, se convertiría en el sindicalismo más activo y combativo de toda Europa. La patronal y autoridades respondieron a las huelgas con una represión salvaje y con lo que se conoció como pistolerismo (léase terrorismo de Estado, al que los anarcosindicalistas respondieron con la misma moneda), que causó cerca de 300 muertos en apenas dos años (algunos días, los muertos no cabían en los depósitos de cadáveres).
Los datos son esclarecedores. En 1931, año en el que se proclama la Segunda República, la mitad de la población española (España tenía entonces 24 millones de habitantes) era analfabeta, y existían 8 millones de pobres. La mitad de la riqueza del país estaba concentrada en las manos de 20.000 personas. En el campo existían 2 millones de campesinos sin tierras, mientras provincias enteras pertenecían a una sola familia.
La Iglesia contaba con un enorme peso y poder en la sociedad española. Una Iglesia que durante generaciones había ido forjando una imagen de enemiga de clase para importantes sectores de la población. Al comienzo de la década de 1930, existían en España 20.000 frailes, 31.000 curas, 60.000 monjas y más de 5.000 conventos. El patrimonio del clero era incalculable.
La institución militar, tras siglos de un gran protagonismo en la sociedad española, pasó a sufrir un desprestigio cada vez más latente. Tras la perdida de las últimas colonias y el final de las campañas en África desapareció la amenaza de un enemigo exterior, y por tanto, el mantenimiento de la estructura militar se volvió problemática y conflictiva. El Ejército contaba con 15.000 oficiales, de los cuales, 800 eran generales (1 oficial por cada 6 hombres y 1 general por cada 100 soldados). Un Ejército anticuado y obsoleto, una superestructura costosa de mantener que veía perder a marchas forzadas su prestigio e influencia en la política española. En su seno pronto surgieron las divisiones, unas divisiones que eran fiel reflejo de las tensiones que sacudían al país.
Los radicalismos se extendieron por toda la geografía nacional. España entró en una imparable polarización que, cada vez más, obstaculizaba un posible entendimiento entre las diferentes posturas. La violencia se convirtió en un método cotidiano para resolver diferencias, y la sangre siguió corriendo como preludio de la enorme hecatombe hacia la que se dirigían los españoles.
Por si todo esto no era suficiente, el panorama internacional vino a complicar aun más las cosas. Las potencias europeas, incapaces de solucionar sus disputas de una forma pacífica o diplomática, se vieron inmersas en una guerra como nunca antes se había visto: la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuyas consecuencias dejarían el campo abonado para una contienda de proporciones apocalípticas (la Segunda Guerra Mundial, 1939-1945). El triunfo de la Revolución Rusa (1917) dejó claro el riesgo que el socialismo (en sus múltiples familias) suponía para los regímenes capitalistas occidentales. La crisis económica que estalló en 1929 destapó todas las contradicciones y tensiones internacionales. La lucha de clases adquirió niveles peligrosos y como contrapartida se produjo el ascenso de los fascismos, que convirtieron en regímenes totalitarios a importantes países europeos. En Europa, una vez más, sonaban tambores de guerra y las potencias comenzaron a dividirse en bloques.
Mientras, en España las pasiones se desatan. La conflictividad social y política se hace endémica y la convivencia resulta cada vez más complicada. Los dirigentes políticos de uno y otro signo, una vez más, demuestran una enorme irresponsabilidad, echando leña a un fuego cada vez más intenso e incontrolado.
La “gimnasia revolucionaria” de los libertarios, la “dialéctica de los puños y las pistolas” de los falangistas, la verborrea radical de los socialistas, el dogmatismo político de los comunistas, las reformas decepcionantes e insuficientes de los republicanos, el fundamentalismo religioso de la Iglesia, el reaccionismo estéril de las derechas, los militares “salvapatrias”, la brutalidad represiva de las Fuerzas de Seguridad, el discurso hostil de la prensa…
Todo ello sumado al uso de la violencia por los unos y por los otros, a la existencia de más de 30.000 presos políticos en las cárceles, a importantes episodios revolucionarios e insurrecciónales por toda España, y a un rosario interminable de muertos, arrastró a España a un callejón sin salida en el que las diferencias acabaron resolviéndose en una guerra abierta. Una guerra civil que sumió al país en la mayor tragedia de su Historia reciente. Una tragedia cuyas consecuencias, terminada la contienda, habrían de sufrirse aun durante cuarenta años. Cuarenta años de división, de represión, de miedo. Una ruptura profunda cuyos ecos aun resuenan en el presente.
Resulta paradójico que en el Artículo 6 de la Constitución de la República Española de 1931 podamos leer: “España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional”. Es una pena que estas buenas intenciones, como tantas veces ha sucedido a lo largo de nuestra Historia, quedase en papel mojado y, apenas cinco años después, la guerra campara a sus anchas por todo el país con sus desastres y desgracias.
Ser capaces de entender ese pasado reciente del que venimos, asumirlo, sacar conclusiones, adoptar decisiones y posturas valientes, sinceras y constructivas respecto a él, es una asignatura pendiente que todavía no hemos sido capaces de superar. Políticos, investigadores, periodistas y de más creadores de opinión, salvo honrosas excepciones, siguen demostrando una irresponsabilidad, cuando no una maliciosa ignorancia, que resulta triste e insultante.
Las páginas de la Historia están ahí para ser leídas, aunque algunas de sus páginas resulten molestas y desagradables. Sólo entonces podremos empezar a pensar en pasar hoja.
JAVIER M. CALVO MARTÍNEZ
Fotografía: "Duelo a garrotazos" (Francisco de Goya).
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