lunes, 12 de julio de 2010

88) Misión Suicida



MISIÓN SUICIDA

El proceso revolucionario que se desencadenó en la zona republicana a raíz de la sublevación militar del 18 de julio de 1936 facilitó la actuación directa de muchas mujeres en las primeras jornadas de lucha callejera. Esta participación femenina siguió dándose durante los primeros meses de guerra en muchos frentes, en los que no era del todo raro encontrar a hombres y mujeres combatiendo codo con codo en las milicias de las diferentes organizaciones políticas y sindicales. Una realidad muy extraña para la época que quedó reflejada en carteles, fotografías, documentales, etc.

Pero a medida que la guerra avanzaba y las milicias obreras iban siendo absorbidas por el imparable proceso de militarización que terminaría con la creación del Ejército Popular de la República, las mujeres, poco a poco, fueron siendo retiradas de las unidades de combate, obligándoselas a desarrollar labores auxiliares y de retaguardia.

Sin embargo, se darían algunas excepciones. Quizás, el caso más llamativo, por lo que tuvo de insólito y raro para la época, sea el de Mika Etchebéhère, que, tras ganarse el respeto y la consideración de sus compañeros en el frente de Guadalajara durante los primeros meses de guerra, obtendría el grado de capitán (o capitana) dentro de la 14ª División que dirigía el anarcosindicalista Cipriano Mera, siendo la única mujer con mando de tropa durante toda la guerra civil española.

Mika, cuyo verdadero nombre era Michèle Feldman, había nacido el 14 de marzo de 1902 en la provincia argentina de Santa Fe. Sus padres eran judíos de origen ruso que habían huido de la represión zarista, por lo que, desde su infancia, tuvo relación y contacto directo con otros muchos exiliados políticos. Desde muy joven, se identificó con las ideas anarquistas, hasta que en 1920, en la Universidad de Buenos Aires, conoció al que sería su compañero, Hipólito Etchebehere, y juntos, deciden afiliarse al Partido Comunista, del que serían expulsados años después por sus ideas heterodoxas. En 1930 se trasladan a Europa, primero a Francia y después a Berlín, donde, desde posicionamientos trotskistas, intentarían oponerse al ascenso del nazismo en Alemania.

En 1936, Mika y su compañero Hipólito se encuentran en España realizando un estudio sobre la revolución de Asturias de 1934. Ante la sublevación militar del 18 de julio, deciden comprometerse activamente en la lucha revolucionaria contra el fascismo. Integrados en una columna del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), parten al frente de Guadalajara. Hipólito muere en los combates desarrollados en Atienza, pero Mika continuará en el frente, siendo elegida por sus compañeros como responsable de la columna. Uno de los episodios bélicos más espectaculares protagonizados por Mika Etchebéhère se dio, cuando junto a un pequeño grupo de milicianos, logró burlar el cerco de las tropas nacionales y evadirse de la catedral de Sigüenza.

Llega a Madrid días antes de que las tropas de Franco inicien el asalto a la capital. Trás unos días en París, regresa en plena batalla de Madrid. En esas duras jornadas, Mika, con su columna, actuará en La Moncloa, en la Casa de Campo, en Húmera, en la carretera de La Coruña…

Cuando en mayo de 1937 se desencadené la represión contra el POUM, dirigida por los estalinistas, Mika será detenida en el frente de Guadalajara, siendo Cipriano Mera en persona quien presione para obtener su liberación.

En marzo de 1939, con la caída de Madrid, Mika fue detenida, pero consiguió refugiarse en el Liceo francés gracias a poseer un pasaporte de esa nacionalidad. Logra llegar a Francia y de allí, a Argentina, regresando a Europa al finalizar la Segunda Guerra Mundial. El resto de su vida, Mika continuó con su militancia revolucionaria. En mayo de 1968, con 66 años, se la podrá ver levantando barricadas durante las revueltas estudiantiles y años después, todavía participará en las manifestaciones contra la dictadura militar en Argentina. Mika Etchebéhère fallecío en París el 7 de julio de 1992, sus amigos y compañeros arrojaron sus cenizas en el Sena.

En 1976, Mika redactó unas memorias sobre sus experiencias en la guerra de España: “Ma guerre d´Espagne à moi” ("Mi guerra de España"), publicadas en castellano en 1987 por Plaza y Janés, y que afortunadamente, han sido reeditadas en 2003 por Alikornio Ediciones, cuya lectura es más que recomendable.

Precisamente de este libro, hemos querido extraer parte de un episodio bélico ocurrido en febrero de 1937 en el frente de Madrid. Se trata de una acción de combate desarrollada por los republicanos en el sector de la carretera de La Coruña. Málaga acaba de caer en poder de las tropas de Franco, y en el sector de la carretera de La Coruña, los republicanos intentan una acción encaminada a expulsar a los nacionales del Cerro del Águila. Mika recuerda las trincheras del frente de Madrid en aquellos primeros días de 1937, cuando los grandes combates en torno a la carretera de La Coruña han cesado y el frente madrileño comienza a estabilizarse:

“Aquí no tenemos al enemigo a distancia de voz humana, como en el Pinar de Húmera. El Cerro del Águila, su posición más próxima, se halla a unos trescientos metros a la derecha de nuestras avanzadillas. Digo trescientos, quizás esté más lejos. En el Pinar de Húmera nos gritaban, nos insultaban, nos mandábamos prensa con el perro estafeta, contestábamos sus insultos. Afilábamos el odio grande con diarias querellas de vecinos, sabiendo que un día u otro las habríamos de dirimir a tiros. La probabilidad del encuentro justificaba el hielo, la lluvia, el barro que se nos metía en el cuerpo.

Aquí, el enemigo nos parece tan lejano, que la lluvia y el fango se nos antojan un castigo inútil, agravado peligrosamente por el tedio y los piojos. El comandante sonríe viendo mi encarnizamiento en luchar contra los piojos a fuerza de polvos insecticidas que sólo sirven para hacer toser a los milicianos, porque los bichos parecen más bien prosperar y multiplicarse.

- Los piojos -dice- son la plaga inevitable de las trincheras que llevan tiempo sirviendo de cobijo a hombres que no pueden lavarse ni cambiarse de ropa. Para acabar con los piojos hay que arrasar las trincheras infestadas, prenderlas fuego.

Tengo que resignarme, renunciar al combate antipiojos. Queda el tedio de los días interminables. Comunico al comandante mi proyecto de traer libros y revistas ilustradas que puedan interesar a los milicianos. Si él está de acuerdo y me presta un coche, iré a Madrid en busca del material de lectura. Conseguiré libros fáciles, novelas de aventuras y de amor, relatos históricos, en fin, literatura poco complicada al alcance de todos.

-Nada cuesta probar, -contesta el comandante, no muy convencido-. Lo malo es que muchos de nuestros milicianos no saben leer…

-Ya lo he pensado. Para ellos tengo otro proyecto. Les enseñaremos a leer y escribir aquí mismo, si usted está de acuerdo. He averiguado que tenemos cuatro maestros de escuela en las trincheras. No dará mucho trabajo construir dos chabolas detrás de las primeras líneas para que sirvan de escuela.

Esta vez el comandante muestra más entusiasmo. Decidimos que mañana a primera hora iré a Madrid en busca de lo necesario."

Más adelante, Mika Etchebéhère rememora el golpe de mano efectuado contra el Cerro del Águila en febrero de 1937. En el frente madrileño, las tropas republicanas son todavía una especie de hibrido entre milicia popular y ejército regular, con multitud de carencias organizativas, divisiones internas, dudas y desconfianzas. Hemos seleccionado algunos fragmentos de las memorias de Mika, que comienza su relato en el momento en que es informada de la decisión de atacar el Cerro del Águila:

-Le veo preocupado, comandante. ¿Pasa algo? ¿Le han hecho reproches en Puerta de Hierro?

-Ningún reproche, al contrario. La prueba es que nos han designado para una operación más que arriesgada. Nada menos que tomar el Cerro del Águila, claro que no solos. Saldrá en vanguardia un batallón de la CNT, el que está a nuestra derecha. Treparan al cerro antes del amanecer, cortarán las alambradas, tirarán lluvias de granadas para neutralizar las ametralladoras y los morteros…

-¿En Puerta de Hierro están seguros del batallón que abrirá el combate? Esos milicianos tendrán que operar como en un golpe de mano, por sorpresa, porque si los descubren antes de que se hayan echado sobre la posición, los bajarán a tiros seguros, a ellos y a los nuestros que irán detrás.

-Según me dijeron, se trata de gente aguerrida, que, después de la caída de Málaga, plantea problemas a sus mandos porque los mantienen en un frente inmovilizado.

-Y usted, comandante, como militar de carrera, ¿tiene confianza en esa operación, le parece viable?

-Si se lleva a cabo de forma como la definen en Puerta de Hierro; si los hombres del batallón de vanguardia cumplen y los nuestros siguen, no digo que será un paseo, habrá bajas, pero puede salir bien. Haga el favor de decir a nuestros capitanes de compañía que vengan aquí inmediatamente, a fin de ponerlos al corriente.

(…)

La orden de acudir al puesto de mando sorprende a todos. Tratan de hacerme decir para qué los convocan. La mayoría cree que les anunciarán el relevo. Como no confirmo la suposición piden que al menos les diga si pasa algo grave.

En pocos instantes los milicianos se enterarán de que sus capitanes han sido convocados por el comandante. “Para nada bueno ha de ser”, murmuran algunos, pero a nadie se le ocurre la verdadera razón.

De pronto ha cambiado el clima de la trinchera. Casi no se oye hablar. Nadie se mueve de su puesto por temor a perder la primicia de las novedades que traerá su capitán. En mi vuelta por los refugios recojo miradas ansiosas, hasta coléricas, porque todos saben que yo sé. Cada compañía ha puesto un centinela encargado de anunciar el regreso de su capitán. La medida no tiene mayor sentido. Denota solamente, en los milicianos, la necesidad de participar en algo que sienten importante.

Cuando comienzan a resonar los gritos de: “Ya vienen, allá vienen” me encamino hasta el puesto de mando para no estar presente en el encuentro de los oficiales con sus hombres.

(…)

-Todo está en orden -me informa el comandante-. Un solo detalle nuevo: la cuarta compañía saldrá en cabeza, por ser la más veterana. Toda nuestra gente es buena, pero la cuarta compañía es la que tiene en su haber más combates. Es un honor para sus milicianos encabezar el de mañana.

“Un honor o un castigo”, pienso para mis adentros. Si estuviéramos en un batallón comunista, diría que es un castigo, porque no consigo dominar la desconfianza que me inspira la operación de mañana a causa de ese batallón desconocido que lo decidirá todo. Pero aquí el mando que ordena la operación no es comunista, sino confederal, favorable al POUM, luego hay que tomarlo como un honor.

(…)

En las trincheras hay gran animación. Tengo que abrirme paso entre los milicianos ocupados en desmontar fusiles, remendar correajes, contar cartuchos canturreando por lo bajo coplas alusivas al próximo combate. Pero el tono general es de seriedad, sin explosiones bravuconas ni alardes arrogantes.

El ambiente que reina en la cuarta compañía es todavía más concentrado, más denso, como si los hombres tuviesen una noción más clara del riesgo que habrán de correr mañana. Cuando me encuentro en medio de la trinchera, digo a modo de preámbulo:

-Al fin habrá combate.

-Sí, al fin, ya era tiempo- contestan varias voces.

Con Fuentemilla a mi lado, digo dirigiéndome a todos:

-Traigo un mensaje que nos han comunicado desde Puerta de Hierro. El comandante me ha encargado de dárselo en su nombre. La cuarta compañía saldrá en vanguardia, honor que le cabe por ser la más aguerrida…

-Un honor con sus más y sus menso -gruñe Chuni-, porque el avance a campo raso no será cosa de coser y cantar. No importa, vale más ser los primeros en avanzar y no andar a la zaga de los demás, que a lo mejor se vuelven a mitad de camino. Falta saber solamente si los encargados de abrirnos el paso no se quedarán dormidos.

-Déjate de hacer pronósticos -le riñe Fuentemilla-. Nadie nos da derecho a pensar que esa gente puede echarse atrás. A mí, lo único que me preocupa es lo que tardan las municiones. Fijaros en la hora que es. Menuda tarea si los cartuchos no vienen apartados y hay que ponerse a buscar calibres.

-Ya está todo aquí. Ahora mismo puedes mandar dos hombres al puesto de mando para traer lo que haga falta. Olvidaba decirte que el comandante quiere hablar contigo. Yo me voy disparada a ocuparme del suministro. A propósito, según vuestro parecer, ¿es más práctico que cada uno lleve en el macuto su ración, o es preferible subirles el suministro a la posición para evitar peso?

-Yo diría que es mejor no cargarse -dice Fuentemilla-, porque no será un paseo, sino una carrera. Vale más llevar cuatro o cinco granadas de repuesto, que un paquete de comida. Es mi modo de ver…

-¡Y el nuestro, y el nuestro! -gritan muchas voces-. Cuanto más ligeros vayamos, menos nos pesarán los pies. Ya sabemos que no nos dejarás pasar hambre ni sed. Como dice el capitán, es mejor llevar más bombas que comida.

(…)

La chabola del teléfono está a dos pasos. Al vernos llegar, el comandante pide a Rogelio que traiga café caliente para él y el miliciano de comunicaciones. Pregunto si no ha llegado el mensaje de Puerta de Hierro anunciando la hora de comenzar la operación.

-Sí -contesta el comandante-. Hace media hora, diciendo que el batallón se había puesto en camino. De ser verdad, ya se deberían escuchar las primeras descargas. Esta tardanza me da mala espina, aunque, de haberse suspendido el ataque, nos habrían avisado para no tenernos en ascuas. Vaya usted a los parapetos de la cuarta compañía. Tranquilice a los milicianos. Quédese con ellos hasta el momento del arranque. Ponga también varios centinelas a lo largo de las trincheras de modo que pasen el mensaje con mayor velocidad.

Transcurre una hora. En medio de la compañía formada para salir, me estrujo el cerebro en busca de explicaciones que justifiquen la tardanza, como también la ausencia de noticias.

De pronto se oyen tiros de fusilería y explosiones de bombas. Algo así como una onda eléctrica sacude a las escuadras agrupadas según las armas que llevan. Los dinamiteros en punta sin más carga que el morral repleto de cartuchos y las granadas al cinto, muy ufanos de haber conseguido, por fin, las codiciadas piñas.

Pero los tiros y las explosiones se van apagando minuto tras minuto. Es difícil admitir que la posición haya caído en tan poco tiempo. Los enlaces corren de un lado a otro llevando preguntas y trayendo respuestas.

La orden de salir no llega. Todos los ojos están fijos en el cielo que la aurora va tiñendo a grandes pasos de rosa y oro. Los últimos rastros de la noche retroceden hacia el Oeste en paquetes de sombras deshiladas.

Cuando la cuarta compañía recibe la orden de asaltar los parapetos, son las seis de la mañana de un día peligrosamente claro. Tan claro, que se distinguen nítidamente los triángulos que forman los hombres avanzando desplegados en guerrillas por el llano total, chato como una tabla, sin el menor montículo que sirva de amparo.

Doblada sobre el parapeto, con los ojos doloridos de tanto forzarlos para ver, el pecho sofocado de angustia, las uñas hundidas en las palmas de las manos, oigo estallar los primeros obuses de mortero. Les siguen los tableteos de las ametralladoras. Ante la barrera de fuego, los nuestros se dispersan, se tiran al suelo un instante, se levantan, intentan avanzar, muchos caen, heridos o muertos. Los demás retroceden arrastrándose, corriendo en zigzag.

El primero que llega a la trinchera es Juan Luís. No consigo hablarle, porque el temblor de las mandíbulas degüella las palabras.

-Esto ha sido un asesinato -grita Juan Luís-. Nos han tirado a blanco seguro. Íbamos dando el pecho. Yo marchaba junto al capitán. Cayó a mi lado, muerto de un balazo en la cabeza, que la llevaba muy alto, como un jabato. Muerto también el teniente Rubio y muchos otros. En camillas se podrá sacar solamente a los que han quedado cerca. A los demás habrá que traerles a rastras, si se puede.

Detrás de Juan Luís, pegados al suelo van decenas de milicianos de nuestro batallón. Las ametralladoras del Cerro del Águila siguen barriendo el terreno. En la trinchera de evacuación, esperando camillas, se alienan los heridos que van llegando por sus propias fuerzas. El comandante está a mi lado, silencioso, crispado casi tanto como yo. Un enlace viene a decirle que lo llaman del puesto de mando. Yo me pongo a contar los hombres que llegan del desastre. No pasan de ochenta, ilesos o con heridas leves.

No he visto acercarse al comandante. Las palabras que pronuncia en voz alta restallan como un trallazo sobre los milicianos mudos de cólera:

-El puesto de mando ordena salir nuevamente. El batallón que inició el ataque se retira ante el fuego del enemigo, pero se está poniendo otra vez en marcha.

-La compañía ha perdido a sus oficiales -digo yo-. Entonces me toca a mi mandarla. Sale conmigo o no sale…

-Ni vienes tú ni vamos nosotros -rugen las voces de los hombres que se adelantan, amenazadores, frente al comandante-. Combatir, sí, hacerse matar aposta, no. Ya puede usted decírselo a los altos jefes. Decirles que hemos tenido más de cuarenta bajas. Que para carnicería, ya está bien.

-Yo iré al teléfono para explicarlo, si el comandante me lo permite -digo-. Estoy segura de que la orden será anulada…

-Aunque la mantengan. De aquí no nos movemos si no es para ir a buscar a los heridos. Ya pueden venir a fusilarnos, Antes nos llevaremos por delante a los que se acerquen, porque nosotros no hemos tirado los fusiles. Aquí están, calientes todavía, ya se lo puedes decir…

(…)

Cipriano Mera viene a mi encuentro con los brazos tendidos.

-Tranquilízate -dice-, se ha desistido de continuar la operación. Las cosas salieron mal desde el comienzo porque el enemigo estaba sobre aviso. Probablemente un chivatazo. Hay más de un fascista camuflado entre nosotros. Quisimos hacer algo por lo de Málaga. Recuperar el Cerro del Águila hubiese sido un golpe sonado. Nos duele el fracaso, y más nos duelen los muertos y los heridos…

La voz de Cipriano Mera me llega de muy lejos, porque yo no estoy aquí. Estoy en la trinchera mirando pasar las camillas, esperando la que trae a Clavelín. Las lágrimas me empapan las mejillas, me caen hasta el cuello. Dejándolas correr con la cabeza baja, sin enjugarlas, imagino que nadie las ve. Cipriano Mera las ve. Tomándome por los hombros dice con voz severa, como quien riñe a una chiquilla:

-Vamos, moza, deja de llorar. Llorando con lo valiente que eres. Claro, mujer al fin…

La frase me cruza como un latigazo. El dolor y la humillación me hacen apretar los puños y arder la cara. Levanto despacio la cabeza buscando una respuesta que lave la ofensa. Sólo acierto a decir:

-Es verdad, mujer al fin. Y tú, con todo tu anarquismo, hombre al fin, podrido de prejuicios como un varón cualquiera.

Y me voy, masticando la cólera que me distrae un rato de la pena. Los milicianos de la cuarta compañía me reciben en silencio, sin mostrar interés por el mensaje que les traigo. Ahí están como náufragos que han estado a punto de perecer, aturdidos, ausentes.”

Aquella acción contra el Cerro del Águila fracasó, pero los republicanos no tardarían demasiado tiempo en volver a intentarlo. Concretamente en abril de 1937, cuando los defensores de Madrid desencadenaron la conocida como “Operación Garabitas”, de la que pronto hablaremos en este blog.

Combates muchas veces suicidas y desesperados que tuvieron lugar en el frente madrileño a lo largo de toda la guerra y que hoy en día, permanecen casi olvidados o son del todo desconocidos.

JAVIER M. CALVO MARTÍNEZ

Fotografía 1) Mika Etchebéhère.
Fotografía 2) Milicianos del POUM en el frente de Guadalajara. Al fondo, junto a la pintada del muro, puede verse a Mika Etchebéhère.

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