TORMENTAS DE METAL Y FUEGO
En el siglo XIV, un nuevo arma hacía su aparición en Europa: el cañón. Aunque al principio su uso no pareció demasiado impresionante, pronto iba a demostrar su verdadero potencial bélico. Parece ser precisamente España el lugar en el que tenemos primeramente documentada la utilización de estos ingenios. De la mano de los árabes, las armas de fuego y el uso de la pólvora para fines militares se introdujo en Europa. Algunas fuentes hablan de su utilización en Orihulela, en 1331, y se sabe con seguridad (“Crónicas de Alfonso XI”) que en el asedio de Algeciras de 1342 se emplearon cañones.
La palabra cañón procede del griego kanun, que significa “tubo”. Los primeros modelos de esta arma se fabricaron en latón y en diversos tipos de bronce, pero pronto se hizo evidente que el hierro fundido era el mejor material para ellas. Primitivas, poco eficaces, y difíciles de transportar, su empleo resultaba tan peligroso para el que las usaba como para el enemigo (en ocasiones, la pieza no resistía la presión de los gases y, literalmente, “el tiro salía por la culata”) y su eficacia era más bien psicológica, recibiendo el nombre de “Trueno de Fuego”.
A partir del siglo XV los cañones, cuyo manejo se extiende rápidamente por toda Europa, se van haciendo más efectivos y eficientes. Pero sus limitaciones seguían siendo muchas. El modelo más característico, la bombarda, consistía en un gran tubo de hierro forjado colocado sobre un soporte de madera. La puntería se ajustaba a ojo, utilizando cuñas para calzarlo, y sus proyectiles, macizos, pesaban una media de 136 Kg. (aunque los había mucho más pesados). Su manejo era muy lento, no alcanzando más de 10 disparos al día. Se empleaba exclusivamente como arma de asedio, para abrir brecha en las murallas, lo que a la larga, supondría el declive de los castillos medievales y una auténtica revolución en la arquitectura de fortificación.
Hacia 1700, como resultado de complejos estudios y avances científicos, el cañón experimentó un auge espectacular. Se introdujo el rayado helicoidal, consistente en un tallado de la cara interna de las paredes del cañón, lo que proporcionaba al proyectil una rotación sobre su eje para estabilizarlo. Al ser disparada la pieza, las estrías en el ánima del cañón hacen que el proyectil adquiera un movimiento de rotación, lo que facilita la penetración del mismo en las capas del aire. Se contrarrestan así, las fuerzas que frenan al proyectil (resistencia del aire y gravedad de la tierra), obligándolo a mantenerse de tal forma que incida de punta en el blanco. El tipo de estrías varía en función del calibre.
Con el tiempo, las piezas de artillería fueron siendo cada vez más prácticas y manejables y se diseñaron modelos en función de su uso (artillería de campaña, naval, de asedio…). También van apareciendo nuevos tipos de munición, destacando las de tipo explosivo.
Poco después de las guerras napoleónicas aparece el obús que, básicamente, se diferencia del cañón en las posibilidades de su trayectoria: tendida y directa para el cañón, curva e indirecta para el obús.
En el siglo XIX, gracias a las técnicas modernas de fundición de acero, la artillería experimentará una verdadera revolución. Será ahora cuando aparezca la carga por la parte trasera de la pieza y se diseñen nuevas formas de encapsular la munición, lo que permitió una mayor potencia y alcance de la misma. En 1897 aparece el primer cañón con el retroceso controlado por un sistema hidráulico.
Todos estos avances técnicos hacen que para la Primera Guerra Mundial, la artillería sea el arma más temible y destructiva. La artillería se divide en dos tipos: Ligera y Pesada, en función de que su calibre fuese inferior o superior a 105 mm. La munición experimentó un desarrollo impresionante, apareciendo bombas explosivas, incendiarias, de fragmentación, etc. y algunos modelos de cañón alcanzarían proporciones titánicas, como los gigantes construidos sobre raíles (El llamado “Berta” alemán, disparaba sobre París a más de 100 Km. de distancia).
Según los estudios realizados por los investigadores J. M. Manrique y L. Molina y publicados en su libro “Las armas de la Guerra Civil Española” (La Esfera de los Libros. Madrid, 2006), las plantillas artilleras del Ejército español en 1936 sumaban, aproximadamente, un total de 1.220 cañones y obuses de campaña, montaña, costa, antiaérea y acompañamiento de Infantería. Las importaciones de material de artillería realizadas durante la guerra son difíciles de precisar, pero deben de contarse por miles de piezas, si bien es cierto que la calidad de éstas varió mucho, siendo muy superior el material que los sublevados recibieron de sus aliados italianos y alemanes.
España se convirtió en el campo de pruebas perfecto en el que experimentar y probar todo tipo de artillería: de campaña, de costa, antiaérea, de montaña, antitanque, de trinchera, naval…
La acción de la artillería resultaba básica, pero para una verdadera eficacia, ésta debía de colaborar estrechamente con la Infantería. El “Reglamento de Grandes Unidades”, vigente en España al iniciarse la contienda, en lo referido a la táctica de la artillería de campaña decía:
“El comandante de Artillería de una División tiene a sus órdenes el conjunto de la Artillería de ésta, a excepción de las fracciones puestas transitoriamente a disposición de las Unidades de Infantería, constituye Agrupaciones con las mismas y les da misiones, indica las zonas de posiciones y de observatorios, y dirige su combate; también dirige el servicio de municionamiento de la División (…) La misión general de la Artillería divisionaria es la de preparar y acompañar con sus fuegos, y proteger el avance de la Infantería, mediante los tiros de preparación, de apoyo directo y de protección. (…) Para responder a tales misiones, el general de la División repartirá normalmente su Artillería en las dos facciones siguientes:
• De apoyo directo, cuyos fuegos deben de acompañar a la Infantería lo más cerca posible. (…) La pieza de apoyo directo es la ligera campaña y montaña (…) y debe caracterizarse por su rapidez de tiro.
• De acción de conjunto, para reforzar el apoyo directo cuando sea preciso tiros de protección durante los ataques y cumplir, dentro de su alcance, todas las misiones de contrabatería y tiros de prohibición, cuando por excepción, no se realicen por la Artillería del Cuerpo de Ejército (…)
Para apoyar el ataque necesita la Artillería mantener un íntimo enlace con la Infantería (…) y, para hacerlo efectivo, emplea observatorios, destacamentos de enlace, aeroplanos y toda clase de elementos de transmisión; la Infantería coopera empleando artificios (cohetes, humos, etc.), paineles de identificación y todos sus medios de transmisión. (…) Para que la infantería designe los objetivos a la Artillería, se utilizarán planos cuadriculados, y, a falta de éstos, se señalarán en los que hay disponibles, de manera bien inteligible y de común acuerdo, por medio de signos, números o letras, todos los puntos o zonas en que los jefes de Infantería prevean que será necesario utilizar los tiros de detención; el medio más práctico de indicar a la Artillería el omento de ejecutar éstos será el empleo de cohetes de señales, con arreglo a un código establecido en el plan de transmisiones." (Reproducido en “Las armas de la Guerra Civil Española” de J. M. Manrique y L. Molina).
Técnicamente, los proyectiles recibían el nombre de granadas artilleras. Éstas podían ser de diferentes tipos: rompedoras (la carga interior al explosionar rompe en cascos el cuerpo del proyectil formando haces); de metralla (cargada con muchos balines de plomo que al explosionar salen proyectados); especiales (cargadas con materiales incendiarios, fumígenos o tóxicos que entran en acción al explosionar la carga, también era frecuente cargarlas con octavillas de propaganda).
Junto a los cañones (trayectoria rasante) y los obuses (trayectorias curvas), podríamos incluir a los morteros (trayectorias muy curvas con grandes ángulos de caída), muy apropiados para la guerra de trincheras por su gran capacidad para batir tras obstáculos y hondonadas.
Los proyectiles van provistos de espoletas, unos aparatos colocados en la ojiva (parte puntiaguda) que sirven para producir la inflamación de la carga interior de los proyectiles, originando su explosión. Fundamentalmente constan de percutor y cebo y podían ser de diferentes tipos: a percusión (la explosión se produce al chocar contra un cuerpo resistente); a tiempos (explosión en un momento previsto de la trayectoria); de doble efecto (a voluntad funcionan a percusión o a tiempos).
La acción de la artillería era realmente terrorífica. Las explosiones creaban auténticas tormentas de metal y fuego. Los proyectiles se fabricaban en una aleación de muy baja calidad para que rompieran en el mayor número posible de fragmentos. Estos cascotes alcanzaban un radio en función de su tamaño y calibre (entre 30 y 40 m para los más pequeños, y de varios cientos de metros para los más grandes). Las esquirlas se convertían en cientos de cuhillas al rojo vivo que barrían todo lo que encontraban a su paso. Las heridas que producían eran brutales, pues sus trayectorias no eran limpias, sino que serpenteaban amputando y destrozando los cuerpos. Además, estaban los efectos de la onda expansiva, que derribaba obstáculos y podía dañar seriamente los órganos internos del cuerpo.
A los daños físicos que producían los fuegos artilleros se sumaban los efectos morales. El estrépito de las explosiones, las polvaredas y embudos que se producen en el terreno y la indefensión que sienten quienes reciben una descarga artillera provoca una tensión extrema que, en muchas ocasiones, resulta insoportable, produciéndose desbandadas y retiradas incontroladas.
Según algunos estudios, se calcula que, durante la guerra civil, en los frentes de Madrid se lanzaron un mínimo de 16 millones de artefactos. La verdad es que sus restos aparecen por todas partes. Si recogiese toda la metralla que encuentro al pasear por lo que fueron escenarios bélicos, podría montar una chatarrería. En general, se trata de amorfos y oxidados trozos de metal y cascotes de mayor o menor tamaño sin ningún peligro. Pero hay que tener mucho cuidado, porque aunque no es muy frecuente, puede darse el caso de toparse con munición no detonada o activa. Ni que decir tiene que, si sucede esto, no debe tocarse ni manipularse. Puede ser MUY PELIGROSO y se debe de informar para que sea convenientemente retirada y desactivada. Como suele decirse, las últimas víctimas de la guerra civil se están produciendo hoy en día, pues todos los años hay que lamentar algún accidente por la ignorancia o la imprudencia de algunas personas.
JAVIER M. CALVO MARTÍNEZ
JAVIER M. CALVO MARTÍNEZ
Fotografía 1: Restos de proyectiles artilleros encontrados en el noroeste de Madrid (JMCM)
Fotografía 2: Metralla y cascotes, muy abundantes en los lugares que fueron escenarios bélicos (JMCM)
Fotografía 3: Diferentes tipos de espoletas. Por supuesto, todas detonadas durante la guerra y, por tanto, sin ningún peligro hoy en día (JMCM)
¿y como se sabe si esta detonada una espoleta? porque supongo que estaran medio enterradas
ResponderEliminarLos restos materiales de la guerra civil pueden aparecer de muchas formas. Yo nunca he utilizado detector de metales (del que no soy nada partidario), por lo tanto, es imposible que me tope con lo que permanece en el subsuelo. En ocasiones, por diferentes motivos (lluvias, obras, trabajos agrícolas…), pueden aflorar cosas. A veces, estas cosas están al descubierto del todo, otras permanecen semienterradas, asomando sólo un poco. Todo lo que plantee la menor duda no debe de tocarse. Sigue habiendo material bélico potencialmente MUY PELIGROSO. Parece una cuestión de sentido común no jugársela por un trozo de metal oxidado, sin embargo, todos los años hay que lamentar víctimas que, consciente o inconscientemente, se ponen a manipular, desmontar, limpiar, etc. artefactos de la guerra. Yo nunca me he topado con nada activo, pero si algún día me encontrase con algo, evidentemente no lo cogería.
ResponderEliminarUn saludo.