RUINA Y ESCOMBROS
La mayoría de las veces, la
excavación de una fortificación de la Guerra Civil tiene más de desescombro que de cualquier otra cosa.
Tanto el interior de estas estructuras, como su perímetro más cercano, suelen
verse afectados por los vertidos y la acumulación de todo tipo de residuos.
En la Comunidad de Madrid, hasta el
año 2013 estos vestigios no han sido considerados como un patrimonio histórico digno
de ser conservado, careciendo de cualquier tipo de protección legal, lo que
muchas veces suponía su destrucción cada vez que uno de estos elementos se veía
afectado por alguna intervención urbanística o de infraestructuras. Hoy en día
estas fortificaciones están protegidas, pero ello no impide que muchas de ellas
se encuentren en un estado deplorable.
Normalmente, lo que uno se
encuentra al visitar muchas de estas construcciones defensivas son estructuras
muy colmatadas, de las que apenas asoman algunos restos en el terreno, siendo
muchas veces difícil su correcta interpretación. Esta gran colmatación es
debida a múltiples factores, unos de carácter natural y otros causados por la
acción humana. Los procesos de deterioro por los que han pasado desde el final
de la contienda son muchos y variados, pero entre todos ellos creemos que
destacarían los siguientes:
Terminada la guerra, las
posiciones fueron abandonadas. La falta de mantenimiento provocó los primeros
desperfectos, con arrastre de sedimentos como consecuencia de la erosión que
causan los fenómenos meteorológicos, especialmente las lluvias y escorrentías
que estas ocasionan, pero también el viento, el hielo, el sol o la presencia de
animales y plantas, que poco a poco debilitaron y dañaron las estructuras. Se
trata de un proceso natural lento pero continuado, que a lo largo de las
décadas y en función de las características del terreno puede acabar derrumbando
o enterrando prácticamente en su totalidad una de estas construcciones,
especialmente si tenemos en cuenta que muchas de ellas eran semisubterráneas.
Pero sin duda, las mayores
destrucciones y alteraciones que afectan a las fortificaciones de la Guerra Civil
han sido causadas de manera intencionada por diferentes actividades humanas. La
primera comenzó nada más terminar la contienda, y consistió en un intensivo
trabajo de recuperación de todos los materiales aprovechables que conformaban
estas estructuras, muy especialmente los elementos metálicos (vigas, raíles,
planchas, piquetas…). Esta labor chatarrera conllevó la destrucción de muchos
muros y cubiertas, cuyos cascotes cayeron en gran medida al interior de las
fortificaciones, provocando una potente colmatación a la que contribuyeron
también los agentes naturales a los que ya nos hemos referido.
Durante décadas, muchas
posiciones de la Guerra Civil se convirtieron también en lugar predilecto para
el vertido de escombros, siendo habitual encontrar las fortificaciones y su
entorno más inmediato sepultados bajo grandes cantidades de residuos de obras y
demoliciones, así como de los desechos más variopintos.
Por último, muchas
fortificaciones se han convertido en tristes contenedores de basuras,
auténticos vertederos en los que se acumulan latas, vidrios, plásticos,
desperdicios orgánicos y porquerías de todo tipo.
Lo normal es que la mayoría de
las fortificaciones que han llegado hasta nuestros días se hayan visto
afectadas, en mayor o menor grado, por alguno o varios de estos procesos, y
así, es frecuente encontrar una misma estructura dañada al mismo tiempo por los
agentes erosivos de carácter natural, semidestruida por la actividad chatarrera
de posguerra, soterrada como consecuencia de las labores de recuperación de
espacios tras la guerra y convertida en un desagradable contenedor de escombros
y basuras.
Cierto es que algunos lugares,
especialmente los más aislados o alejados de los grandes núcleos urbanos, como
pueden ser las zonas de montaña o los espacios naturales que cuentan con algún
tipo de protección especial, se han librado en cierta medida de alguno de estos
males, y en ellos las fortificaciones, a pesar de haber sufrido destrucciones y
ser víctimas del abandono y la falta de mantenimiento, poco a poco se han ido integrando
en el entorno, armonizando con este y contribuyendo a conformar un interesante y evocador paisaje histórico y
natural que, no obstante, no impide que su proceso de erosión y deterioro
continúe.
Pero, en la mayoría de los casos,
lo que prima es la destrucción y la suciedad: metros cúbicos de tierra,
escombros y basuras. Esto es lo que suele ser habitual a la hora de prospectar,
catalogar, documentar, estudiar, interpretar, excavar o, simplemente, visitar una
fortificación de la Guerra Civil.
Una lamentable realidad que, al
menos a quien escribe esto, le hace reflexionar sobre la fugacidad de las cosas
y el enorme contraste que en ocasiones se genera entre el presente y el pasado
vivido en ciertos lugares. Muchos de los espacios que hace algo más de ochenta
años fueron campos de batalla y frentes de guerra, en los que cientos de
combatientes pasaron calamidades de todo tipo, si no han desaparecido por la
expansión urbanística o las transformaciones experimentadas en el
territorio, se han convertido en sitios degradados, en los que los vestigios de
trincheras y fortificaciones sucumben bajo los acopios incontrolados de
escombros, desechos y basuras.
Lugares históricos, patrimoniales
y de memoria convertidos en vertederos de
olvido y ruina.
Pero, a pesar de todo ello, en los últimos años han comenzado a cambiar algunas cosas que, aun siendo insuficientes, demuestran un considerable giro respecto al tratamiento que, hasta hace muy poco, recibía la arquitectura militar de la Guerra Civil.
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